lunes, 30 de abril de 2012

AMOR INDIGENA


Dr.  Eduardo vasco G
Era en el rincón de nuestras selvas primitivas, Las tierras invioladas del Panzenu tenían como única señora a Tota, la más hermosa de las Cacicas. En delicioso valle circundado de arroyuelos  murmuradores se levantaba por encima de los otros el bohío que de palacio le servía.
Un bosque de Hobos y de Ceibas sombreaba el contorno y en las ramas variados pajarillos anidaban y el concierto armonioso de sus cantos alegraba el retiro de aquella mujer encantadora.
El quinto mes del año, a la vez que torrenciales aguaceros, había traído vistoso acopio de flores perfumadas, que dispersas aquí y allí parecían amables realidades en un abierto campo de esperanzas.
Aquel día la Cacica habíase levantado antes que el sol y dos profundísimas ojeras circuían  aquellos ojos que tenían fosquedad tenebrosa de cavernas. En vano las esclavas se esforzaron por serenar su agitado pensamiento y en vano traíanle el recuerdo del cacique Panquiaco su prometido, quien debía tomarla por esposa antes de que espigaran los maizales. Y Zenubaiba la eslava favorita, no encontraba la manera de calmar  la ansiedad se su señora. El día anterior había hablado de los hijos del sol que se acercaban, de sus barbas rubias como la flor del  Arrayán y de sus ojos que quemaban como brazas encendidas.  Porque Zenubaiba había   conocido en las costas a los primeros españoles, aprendido su lengua y experimentando el dulce martirio de sus fogosos amores. Y habíales dicho todo esto a la cacica entre un torrente de palabras ardorosas, llenas de imaginación y de nostalgia.
¡Zenubaiba!  Dijo Tota con insegura voz: Cuelga de los árboles la hamaca, que quiero sumergirme hoy en la sonrisa de mi padre.
La esclava obedeció y poco después, las manos y rodillas en tierra, esperaba que las plantas reales se posaran sobre la armonía de sus curvas para alcanzar el cómodo columpio tejido primorosamente con hilos de colores.
La cacica se reclinó silenciosamente y se quedó pensativa, perdida quien sabe en qué románticas visiones. Al fin murmuró lentamente: ¡Zenubaiba, háblame de los extranjeros!  ¡Ah!, Señora: Una vez te he hablado de ellos y estoy triste por que la humildad de mi palabra penetró en tu alma. Pero olvídalos que ya se acerca; mira ya revientan las primeras mazorcas.
_Y decías,  Zenubaiba Que son sus barbas doradas como el fruto de los Hobos _Si, Señora, pero sus labios son venenosos como la hiel de las serpientes.
_Y decías que prenden flores del lado del corazón sobre la pompa de sus vestidos Si, Señora, pero al instante se marchitan calcinadas por el calor de horno que sale de su pecho.
_Oye, Zenubaiba, cuando hayan amarillado las ciruelas y cuando el arco de nubes vuelva rodear la luna iremos a ver a los extranjeros. _Señora: Buziraco el espíritu del mal dicta tus palabras; recuerda que mañana ha de venir Panquiaco a visitarte.
Un suspiro hinchó el pecho de la hermosa reina y ambas quedaron en silencio. Aquella noche cuando Tota fue, como de costumbre, a decir la oración al salón en donde, entre hilos de oro y sartales de perlas, yacían momificados los cadáveres de sus antepasados, lloró sobre la momia de su madre y le pidió con fervor dormirse un día sobre el corazón de un extranjero después de acariciar su barba rubia.
Pasaron dos lunas, lentamente, como si un acontecimiento presentido fuera a sacudir el silencio de aquellas selvas apacibles.
Por fin a la caída de una tarde la intensa algarabía de la tribu anunció a la Cacica el arribo de los conquistadores. Columpiábase ésta como de costumbre a la entrada de su mansión  y al escuchar la nueva, una ansiedad indescriptible se pintó en su semblante y sus labios temblorosos balbucearon frases entrecortadas y confusas.
La expedición avanzó  con arrogancia entre el pavor de los atónitos salvajes, precedida por don Francisco, aquel portugués aguerrido y valiente, quien  a la vista de aquella mujer pálida y bella que se le parecía como una Divinidad de la montaña, se irguió sobre los estribos, descubrió con bizarría su cabeza y barrió la arena a la usanza española con las plumas del chambergo.
Don Francisco buscó con los ojos el cementerio y preguntó:_ ¿Que quieren decir, señora, esas campanas de oro que penden de los árboles? Calla extranjero, que ellas me recuerdan el juramento: Campanas o flores; en ellas simboliza mi raza sus sentimientos. Estas que veis  aquí sobre mi pecho indican que ya soy comprometida; pero... Son flores nada más... Si, flores que ofrecidas por ti valdrían más que el oro de tus campanillas.
Ya sabía yo que amabas las flores; toma estas ajadas por el golpear de mi corazón y quémalas como un sacrificio sobre el tuyo...pero vete que el espíritu comienza a enturbiar el horizonte; vete que la tribu se apresta ya contra vosotros.
A la verdad, sordo murmullo comenzaba a levantarse y gritos como reproches salían de la multitud. Pero nada de esto oía el ardiente conquistador.
_No puedo exclamó con arrebato_ no puedo abandonar tus labios._ Si, haces bien, porque los míos no tienen como los tuyos el veneno de las serpientes.
En aquel momento el canto monótono y triste de una tórtola abrió en las almas una roja flor de presentimiento. Y la Cacica agregó casi llorando: _Tengo miedo por ti, oh extranjero, aléjate; yo sabía que eras solo una flor para mí ...una flor...Dame tus labios hermosa reina _exclamó con voz ronca Don Francisco _Dame tus labios que me muero de sed _repitió mientras saltaba del caballo y hacía rechinas sobre la arena la rodaja de su espolín dorado.
Entonces la Cacica, como una fiera en celo, tomó por las manos, exclamando:
_Tómalos extranjero, tómalos y enseguida se arrojo en sus brazos. Un beso robusto y sonoro como un golpe de agua sonó bajo la fronda entre el estupor de los circunstantes. Pero inmediatamente una flecha envenenada hendió el aire y fue a clavarse en la garganta mórbida de Tota. Un alarido formidable se alzó de la tribu y las campanas del vecino cementerio repicaron sordamente, en tanto que la Cacica caía exánime a los pies del conquistador, murmurando:  _ Me han envenenado tus labios extranjero... ¡Que dulce veneno!...el amor y la muerte...flores..nada mas que flores.
Un rugido salió de la garganta de Don Francisco y una lágrima como un incendio calcinó sus mejillas. Después aquellas manos hechas para la brega y el combate, cerraron dulcemente los bellos ojos moribundos.
Allí cerca, en las ramas de un Hobo la tórtola seguía su tonada melancólica y allá en el horizonte temblaban ya las primeras estrellas.

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