Dr. Eduardo vasco G
Era en el
rincón de nuestras selvas primitivas, Las tierras invioladas del Panzenu tenían
como única señora a Tota, la más hermosa de las Cacicas. En delicioso valle
circundado de arroyuelos murmuradores se
levantaba por encima de los otros el bohío que de palacio le servía.
Un bosque de
Hobos y de Ceibas sombreaba el contorno y en las ramas variados pajarillos
anidaban y el concierto armonioso de sus cantos alegraba el retiro de aquella
mujer encantadora.
El quinto mes
del año, a la vez que torrenciales aguaceros, había traído vistoso acopio de
flores perfumadas, que dispersas aquí y allí parecían amables realidades en un
abierto campo de esperanzas.
Aquel día la Cacica habíase levantado
antes que el sol y dos profundísimas ojeras circuían aquellos ojos que tenían fosquedad tenebrosa
de cavernas. En vano las esclavas se esforzaron por serenar su agitado
pensamiento y en vano traíanle el recuerdo del cacique Panquiaco su prometido,
quien debía tomarla por esposa antes de que espigaran los maizales. Y Zenubaiba
la eslava favorita, no encontraba la manera de calmar la ansiedad se su señora. El día anterior
había hablado de los hijos del sol que se acercaban, de sus barbas rubias como
la flor del Arrayán y de sus ojos que
quemaban como brazas encendidas. Porque Zenubaiba
había conocido en las costas a los
primeros españoles, aprendido su lengua y experimentando el dulce martirio de
sus fogosos amores. Y habíales dicho todo esto a la cacica entre un torrente de
palabras ardorosas, llenas de imaginación y de nostalgia.
¡Zenubaiba! Dijo Tota con insegura voz: Cuelga de los
árboles la hamaca, que quiero sumergirme hoy en la sonrisa de mi padre.
La esclava
obedeció y poco después, las manos y rodillas en tierra, esperaba que las
plantas reales se posaran sobre la armonía de sus curvas para alcanzar el
cómodo columpio tejido primorosamente con hilos de colores.
La cacica se
reclinó silenciosamente y se quedó pensativa, perdida quien sabe en qué
románticas visiones. Al fin murmuró lentamente: ¡Zenubaiba, háblame de los
extranjeros! ¡Ah!, Señora: Una vez te he
hablado de ellos y estoy triste por que la humildad de mi palabra penetró en tu
alma. Pero olvídalos que ya se acerca; mira ya revientan las primeras mazorcas.
_Y
decías, Zenubaiba Que son sus barbas
doradas como el fruto de los Hobos _Si, Señora, pero sus labios son venenosos
como la hiel de las serpientes.
_Y decías que
prenden flores del lado del corazón sobre la pompa de sus vestidos Si, Señora,
pero al instante se marchitan calcinadas por el calor de horno que sale de su
pecho.
_Oye,
Zenubaiba, cuando hayan amarillado las ciruelas y cuando el arco de nubes
vuelva rodear la luna iremos a ver a los extranjeros. _Señora: Buziraco el
espíritu del mal dicta tus palabras; recuerda que mañana ha de venir Panquiaco
a visitarte.
Un suspiro
hinchó el pecho de la hermosa reina y ambas quedaron en silencio. Aquella noche
cuando Tota fue, como de costumbre, a decir la oración al salón en donde, entre
hilos de oro y sartales de perlas, yacían momificados los cadáveres de sus
antepasados, lloró sobre la momia de su madre y le pidió con fervor dormirse un
día sobre el corazón de un extranjero después de acariciar su barba rubia.
Pasaron dos
lunas, lentamente, como si un acontecimiento presentido fuera a sacudir el
silencio de aquellas selvas apacibles.
Por fin a la
caída de una tarde la intensa algarabía de la tribu anunció a la Cacica el arribo de los
conquistadores. Columpiábase ésta como de costumbre a la entrada de su
mansión y al escuchar la nueva, una
ansiedad indescriptible se pintó en su semblante y sus labios temblorosos
balbucearon frases entrecortadas y confusas.
La expedición
avanzó con arrogancia entre el pavor de
los atónitos salvajes, precedida por don Francisco, aquel portugués aguerrido y
valiente, quien a la vista de aquella
mujer pálida y bella que se le parecía como una Divinidad de la montaña, se
irguió sobre los estribos, descubrió con bizarría su cabeza y barrió la arena a
la usanza española con las plumas del chambergo.
Don Francisco
buscó con los ojos el cementerio y preguntó:_ ¿Que quieren decir, señora, esas
campanas de oro que penden de los árboles? Calla extranjero, que ellas me
recuerdan el juramento: Campanas o flores; en ellas simboliza mi raza sus
sentimientos. Estas que veis aquí sobre
mi pecho indican que ya soy comprometida; pero... Son flores nada más...
Si, flores que ofrecidas por ti valdrían más que el oro de tus campanillas.
Ya sabía yo
que amabas las flores; toma estas ajadas por el golpear de mi corazón y
quémalas como un sacrificio sobre el tuyo...pero vete que el espíritu comienza
a enturbiar el horizonte; vete que la tribu se apresta ya contra vosotros.
A la verdad,
sordo murmullo comenzaba a levantarse y gritos como reproches salían de la
multitud. Pero nada de esto oía el ardiente conquistador.
_No puedo
exclamó con arrebato_ no puedo abandonar tus labios._ Si, haces bien, porque
los míos no tienen como los tuyos el veneno de las serpientes.
En aquel
momento el canto monótono y triste de una tórtola abrió en las almas una roja
flor de presentimiento. Y la
Cacica agregó casi llorando: _Tengo miedo por ti, oh
extranjero, aléjate; yo sabía que eras solo una flor para mí ...una flor...Dame
tus labios hermosa reina _exclamó con voz ronca Don Francisco _Dame tus labios
que me muero de sed _repitió mientras saltaba del caballo y hacía rechinas
sobre la arena la rodaja de su espolín dorado.
Entonces la Cacica, como una fiera en
celo, tomó por las manos, exclamando:
_Tómalos
extranjero, tómalos y enseguida se arrojo en sus brazos. Un beso robusto y
sonoro como un golpe de agua sonó bajo la fronda entre el estupor de los
circunstantes. Pero inmediatamente una flecha envenenada hendió el aire y fue a
clavarse en la garganta mórbida de Tota. Un alarido formidable se alzó de la
tribu y las campanas del vecino cementerio repicaron sordamente, en tanto que la Cacica caía exánime a los
pies del conquistador, murmurando: _ Me
han envenenado tus labios extranjero... ¡Que dulce veneno!...el amor y la
muerte...flores..nada mas que flores.
Un rugido
salió de la garganta de Don Francisco y una lágrima como un incendio calcinó
sus mejillas. Después aquellas manos hechas para la brega y el combate,
cerraron dulcemente los bellos ojos moribundos.
Allí cerca,
en las ramas de un Hobo la tórtola seguía su tonada melancólica y allá en el
horizonte temblaban ya las primeras estrellas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario